Una de las primeras cosas que se aprende en el activismo antiviolación es que el delito propiamente dicho, las agresiones sexuales contra las que luchamos, son sólo la punta del iceberg. Las violaciones son, en realidad, la consecuencia lógica de un buen montón de asunciones culturales sobre cómo son y cómo interactúan entre sí los hombres y las mujeres. Estas asunciones son normativas, ya que se espera que los individuos las sigan: la violación aparece como un castigo para las mujeres que se apartan de esta norma social. Estas asunciones impregnan todas nuestra cultura (no en vano se habla de cultura de la violación) y no son cuestionadas.
Esto implica lo siguiente: apoyar a la víctima y conseguir la condena para el agresor no es suficiente. Recuerda un poco a luchar contra una hidra: cuando condenas a un violador aparecen tres más para ocupar su lugar. Es necesario ir a la fuente, atacar todas esas ideas y asunciones nunca cuestionadas que no dejan de producir violadores. En definitiva, hablar de agresiones sexuales es hablar de su reverso: el consentimiento, libre y entusiasta, para mantener relaciones.
Nuestra cultura no le da al consentimiento el valor que debe tener. No se habla del consentimiento, y si se menciona, es para referirse a él como algo que los hombres obtienen de las mujeres mediante el esfuerzo (regalos, alcohol, ligoteo), aunque todo puede frustrarse si ella no consiente en un periodo de tiempo “razonable”, convirtiéndole a él en un pagafantas. Hay tantas cosas mal ahí que no sé ni por dónde empezar, pero una de las consecuencias de estas presunciones es que llevan a quien ha “invertido” suficiente tiempo, esfuerzo y dinero a creerse con derecho a obtener el cuerpo de la otra persona, con o sin su consentimiento.
Por eso me gustan iniciativas como Consent is Sexy, que buscan poner el consentimiento en el primer plano de la relación. Ello implica no sólo consentir, sino hacerlo con ganas, libremente y sin recibir presión. Lo que se suele llamar consentimiento entusiasta. Porque el consentimiento después de insistir y vencer varios “noes” no es sincero, está viciado. Porque si tienes que argumentar, razonar y convencer para follar es que algo va muy mal. Porque la única razón para acostarse con alguien debería ser que te apetece hacerlo.
Entiéndaseme bien: no estoy diciendo que si se da el consentimiento de forma no entusiasta haya una violación. Al contrario, sigue tratándose de sexo consentido. Pero una cultura donde se considera normal obtener sexo a partir de la insistencia y la superación de las negativas es una cultura que propicia las violaciones. Una cultura que normalizara las conversaciones sobre consentimiento, fantasías y límites, por el contrario, sería una que tendría una actitud muy distinta hacia ese tema.
El otro día, hablando de esta campaña en Twitter, me dijeron algo así como que aunque el consentimiento no fuera sexy, da igual: es importante y debe respetarse. Entiendo ese punto de vista y de hecho estoy de acuerdo con él, pero la campaña no va por ahí. No adelantaremos mucho si concebimos el consentimiento como algo necesario pero molesto, que debe obtenerse porque el sexo sin él está mal pero que no tiene valor en sí. Convertir el consentimiento en una formalidad administrativa es una receta para el fracaso.
Muy al contrario, el objetivo es darle al consentimiento el valor que tiene en el juego sexual. La idea de que el consentimiento es parte del juego y de que si le faltan requisitos (por ejemplo, si no es espontáneo o entusiasta) la cosa falla tiene un gran potencial. No quiero una sociedad donde el consentimiento sea algo necesario, quiero una sociedad donde el consentimiento es algo deseable.